¿Donde se originaron los Cultivos?

¿Donde se originaron los Cultivos?
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Esta investigación empezó en el año 2004 como una mera curiosidad y terminó convirtiéndose en una pasión. En el año 2012, con base en mis hallazgos hasta la fecha, la Red de Guardianes de Semillas y la Fundación COSV publicaron un mapamundi titulado “Centros de origen de cultivos y crianzas”. En la Revista Allpa no 8 del mismo año, con mayor libertad creativa, la Red publicó otra versión más refinada. En 2015 realicé una actualización parcial de los datos para especies de uso común en el Ecuador, como parte del proyecto “Caracterización de los procesos de producción, transformación y consumo de alimentos patrimoniales en Costa, Sierra y Galápagos”, contratado por el Ministerio de Cultura y Patrimonio. Durante ese proceso, tuve acceso a nuevo material publicado en revistas especializadas, que cambiaba bastante el panorama anterior. Esto provocó una revisión general de todo el material y su consecuente actualización, y se redefinieron los centros geográficos de origen. Así nació la versión del 2020.

Mapamundi de Centros de Origen de cultivos y crianzas, publicado en la revista Allpa en el 2012.

En los albores de la investigación científica sobre los centros de origen, iniciada por Nikolai Vavilov en la primera mitad del siglo XX, los estudios se basaron en

datos históricos, lingüísticos y en restos arqueológicos visibles. Esto dio preponderancia a regiones donde este tipo de datos eran fáciles de conseguir, como Mesoamérica, el Mediterráneo o Mesopotamia.

Nuevas técnicas, más exactas, surgieron en las últimas décadas del siglo XX, incluyendo el mapeo genético, el análisis de restos de polen (palinología) y de otros elementos a nivel molecular (por ejemplo, restos de chocolate en vasijas de miles de años de antigüedad). Con estas herramientas, la investigación arqueológica ha empezado a analizar regiones geográficas hasta ahora poco conocidas, tales como los Andes ecuatoriales y la Amazonía, revelando sorprendentes datos.

Lamentablemente, para muchas especies no hay investigaciones actualizadas. Sobre el ruibarbo o la guanábana, por ejemplo, no he encontrado aún investigaciones genéticas actuales. En casos como la borraja, se mantiene la estimación histórica sobre su origen sin que nuevos datos más confiables nos permitan asegurar si es la correcta. Por otro lado, hay investigaciones cuyos resultados parecen contradecirse. Por ejemplo, el lugar de domesticación del cerdo podría estar en el Sudeste Asiático o en Asia Occidental, pues hay argumentos de peso para ambas regiones; en casos como este, he preferido dejar ambas opciones, en la espera de que nuevas investigaciones permitan precisar los centros de origen para futuras ediciones.

Tradicionalmente se ha sostenido que el punto de origen de la domesticación del cacao se encontraba en Mesoamérica (entre México, Guatemala y Honduras) donde su uso está atestiguado alrededor de 2000 años antes de Cristo. No obstante, estudios recientes demuestran que por lo menos una variedad de Theobroma cacao tiene su punto de origen en la Alta Amazonía y que ha estado siendo utilizada en la región por más de 5000 años. Investigación de Claire Lanaud, Rey Loor Solórzano, Sonia Zarrillo y Francisco Valdez.

ARTÍCULOS RECIENTES

Zonas biogeográficas de origen

 

Ninguna de las plantas cultivadas existe en estado silvestre. Muchas ni siquiera podrían sobrevivir si las pusiéramos de nuevo en un entorno natural. Todas ellas son el resultado de un largo proceso evolutivo y participativo en manos campesinas, una creación cultural.

Hace diez mil años aproximadamente, cuando se inició el cultivo organizado, apenas unas pocas regiones se dedicaban a él.

El consenso actual es que alrededor de esa época la agricultura se desarrolló en varios centros, de manera independiente, cada uno con sus propias especies y características de cultivo. Los candidatos incluyen el Sudeste Asiático, los Andes, Mesoamérica y Mesopotamia. A medida que la agricultura se contagiaba, en otras regiones se domesticaron diferentes especies para satisfacer las necesidades locales. Eventualmente esta tendencia a la domesticación disminuyó, quizá porque era más fácil importar las especies ya domesticadas y adaptarlas a las condiciones locales, que realizar el complicado proceso de adaptar nuevas especies silvestres.

De esta manera, unos pocos centros de origen irradiaron sus especies a los territorios con los que estaban conectados mediante vías comerciales. Luego, la explosión del comercio global que comenzó en el siglo XVI, y que continúa hoy, hizo que estos productos lleguen a todo el mundo, expandiéndose a zonas con climas similares. En algunas de estas zonas, la población campesina adoptó los nuevos productos con pasión y trabajó intensamente en la creación de nuevas variedades, estableciendo así los llamados “centros secundarios de diversidad”. Tal es el caso del tomate, domesticado en Mesoamérica a partir de plantas semi silvestres andinas, y que generó luego en Italia y Rusia nuevos centros de diversidad.

Tomate naranja. Cosecha y foto de Finca Puruhá, en Piñas, El Oro, Ecuador.

Tomate naranja. Cosecha y foto de Finca Puruhá, en Piñas, El Oro, Ecuador.

Para este estudio consideramos solamente los centros de origen, aquellos donde por primera vez las especies fueron domesticadas, pero no olvidemos que el campesinado de muchas regiones del mundo ha participado en la creación de la enorme diversidad que hemos recibido, al adaptar las especies que llegaron de fuera a sus condiciones y necesidades locales.

Esta diversidad está hoy en peligro. La expansión de la agricultura industrial y de la dieta globalizada ha reducido significativamente el número de variedades heredadas en el último siglo. A este fenómeno se le conoce como “erosión genética”, y es una amenaza directa al bienestar y la capacidad de supervivencia de la especie humana. Al tener poca diversidad adaptada a condiciones locales, el riesgo de perder la capacidad productiva es muy grande, especialmente en tiempos de cambio climático y de crisis económica, energética y política.

Es frente a esta sombría perspectiva que vemos con más claridad la importancia de los centros de origen. En ellos se preserva la mayor diversidad genética disponible, y esa es la herramienta básica para diversificar los cultivos existentes en el mundo entero, otorgándoles mayor resistencia y resiliencia. Nuevas variedades se pueden crear a partir de estos bancos vivos, adaptadas a las cambiantes condiciones climáticas y sobre todo a las condiciones locales, lo que significa un menor costo y una mayor eficiencia productiva. Recordemos que sin semilla, no hay cultivo. Pues bien, sin una alta diversidad genética, tampoco hay semilla. Como en todo ciclo que vuelve a la fuente, en esta etapa de incertidumbre y cambio la humanidad necesita retornar a los centros de origen para asegurar la agricultura del futuro.
Principales centros de origen

 

Norteamérica

América del Norte mantuvo sistemas diversos de producción donde la agricultura fue una adición tardía y, en muchos casos, fuente secundaria de recursos. Los ecosistemas naturales eran manejados de forma eficiente a lo largo de generaciones, brindando una dieta de alta calidad. Es por ello que no encontramos muchas especies originarias de esta región, que recibió la mayoría de sus especies agrícolas de Mesoamérica. Sin embargo, hay dos excepciones; el girasol, cuyas semillas se comen, y su pariente cercano el tupinambo (Helianthus tuberosus), del cual consumimos la raíz. Varias nueces y frutas nativas estaban en un estado de semi domesticación en bosques que habían sido intervenidos a lo largo de miles de años, así como el arroz silvestre (Zizania spp.) en las regiones lacustres. Las grandes llanuras eran recorridas por unos 40 millones de bisontes, como resultado del manejo sostenible de las praderas por parte de las poblaciones locales.

Girasol gigante. Foto: Fernanda Meneses.

Frejol torta Buhito. Foto: Fernanda Meneses.

Mesoamérica

Esta región vivió desde muy temprano un vibrante desarrollo cultural y agrícola, con un importante número de especies nativas domesticadas. Su mayor contribución a la canasta mundial es el maíz, domesticado a partir de un pasto nativo llamado Teosintle en la zona de Oaxaca al sur del actual México. Guatemala y Belice forman parte también de esta región.

Otros cultivos de importancia incluyen los frijoles comunes (Phaseolus vulgaris), dos especies de amaranto de grano (Amaranthus cruentus y A. Hypochondriacus), el aguacate comercial, una especie de ají (Capsicum annuum), el chayote (Sechium edule), dos especies de calabaza (Cucurbita pepo y C. Argyrosperma) y el penco o maguey (Agave spp.). Entre los animales, el único domesticado en la región fue el pavo.

Actualmente está avanzando la investigación sobre la profunda relación entre la costa occidental mexicana y los andes ecuatoriales, que causó un intercambio temprano de productos de ambas regiones. Así, mientras que el maíz, el frijol y el agave se asentaron con fuerza en lo que hoy es Ecuador, de los Andes llegaron el cacao doméstico, el frijol torta (Phaseolus lunatus) y varias especies de tomatillos semi silvestres, que darían lugar luego al tomate de mesa o jitomate (Solanum lycopersicum).

Andes

Los Andes son la cadena montañosa más larga del mundo, y como tal, contiene una multitud de ecosistemas y climas. Para el tema que estamos tratando, se puede hacer una división básica en dos regiones: los Andes ecuatoriales y subtropicales, y los Andes centrales.

Los Andes ecuatoriales y subtropicales cuentan con la mayor densidad de ríos y la mayor diversidad climática y biológica del planeta. El punto más húmedo del mundo, se encuentra aquí. Incluye territorios en lo que hoy es el sur de Colombia, todo el Ecuador y el norte del Perú. El desarrollo temprano de la agricultura, la fertilidad causada por el volcanismo y la enorme biodiversidad facilitaron la domesticación de muchas especies nativas, entre ellas el cacao, la chirimoya (Annona cherimola), la papaya y los papayuelos (Carica papaya y Vasconcellea spp.), dos especies de calabaza (Cucurbita ficifolia y C. moschata), el tomate de árbol (Solanum betaceum) y raíces como el yacón (Smallanthus sonchifolius) o el mizo o mauka (Mirabilis expansa). El pato americano (Cairina moschata) fue posiblemente domesticado en esta región. El eficiente manejo de bosques y humedales proveía proteína animal, frutas y nueces en grandes cantidades, asegurando una dieta abundante, variada y de alta calidad.

Los Andes centrales, que incluyen territorios en lo que hoy es Perú y Bolivia, son mucho más secos. Su costa es el desierto más árido del planeta, y la zona montañosa es un altiplano barrido por los vientos donde los escasos valles son como islas en medio de un mar de tierra fría. Esta fue una de las regiones más difíciles de colonizar para la humanidad y requirió el desarrollo de uno de los sistemas agrícolas más complejos y eficientes inventados hasta hoy, con un buen número de especies nativas domesticadas. Entre ellas destacan la quinoa, una especie de amaranto (Amaranthus caudatus), la papa (Solanum spp.) junto con otras raíces de importancia (Ulluco, Mashwa, Oca, Maka) y dos especies de ají (Capsicum baccatum y C. Pubescens). Para sobrevivir en las alturas fue esencial la domesticación del cuy (Cavia porcellus), la llama (Lama glama) y la alpaca (Vicugna pacos), que proveían estiércol para fertilizar los áridos suelos y carne para la alimentación.

Amazonía

El mayor valle del mundo fue cuna de importantes culturas hoy desaparecidas, pero que dejaron su huella en el aprovechamiento de los recursos naturales mediante el manejo continuo de la selva. El consenso entre arqueólogos y antropólogos señala que la casi totalidad de la región fue intervenida y manejada de modo sostenible, con un aprovechamiento continuo de recursos silvestres y semisilvestres por más de 10.000 años. Esta región nos ha dado algunos cultivos importantes, como la yuca (Manihot esculenta), la nuez de brasil (Bertholletia excelsa), el maracuyá (Passiflora edulis) y la palma de chonta (Bactris gasipaes).

La cuenca amazónica se divide en tres subregiones principalmente. La primera, formada por los contrafuertes andinos, donde nacen los ríos, se considera parte de la región Andina; la segunda, y más grande, es la Amazonía central, donde los ríos alimentan al inmenso Amazonas, el “río-mar”; la tercera, especialmente importante para la agrobiodiversidad, es la Amazonía austral, tierra de transición con pantanos, selvas y sabanas, que se ubica en el sur de Brasil, Uruguay, oriente de Bolivia y Paraguay. De esta zona proviene la más grande de las calabazas (Cucurbita maxima), también la piña (Ananas comosus), el maní o cacahuete (Arachis hypogaea) y el tabaco (Nicotiana tabacum).

Arriba: Chonta (Bastric gasipaes). Abajo: Piña (ananas comosus). Fotos: Daniela Borja Kaisin

Romanesco, familia del brócoli.

Europa Noroccidental

Saltemos el pequeño charco oceánico. De forma similar a Norteamérica, la Europa del norte y occidente dependía principalmente del manejo de ecosistemas naturales hasta la invasión romana, que inició la imposición de la agricultura en la región, con un paquete de cultivos traídos del Mediterráneo y del Asia Occidental. Por ello, la contribución de esta zona es pequeña, aunque significativa. La más importante es, sin duda, la col marítima, domesticada en la costa de lo que hoy es Francia y de la cual descienden las coles, los brócolis, las coliflores, las coles de bruselas y las coles chinas. En esta región se domesticaron además los conejos y los perros.

Mediterráneo

Este mar interior vio a lo largo de los siglos el paso de numerosas civilizaciones que dejaron su huella en el desarrollo de las culturas europeas, asiáticas y africanas. Es un centro de origen muy diverso y cuya gastronomía ha influido profundamente en la cultura alimentaria global. Entre sus contribuciones están: el olivo, la vid, la achicoria, la alcachofa, el apio, la arveja o guisante, la remolacha y la rúcula. Hierbas como el tomillo, el orégano, el romero, el hinojo. Entre los animales encontramos al ganso.

Remolacha Choggia.

Arriba: Cerezas de café. Abajo: Nuez de Cola. Fotos: Daniela Borja Kaisin

África

La principal especie que vino del África es sin duda el ser humano. Aún hoy se encuentra aquí la mayor diversidad genética humana, muy por encima de cualquier otra región.

El continente es un mosaico de climas y de sistemas alimentarios, con algunas contribuciones significativas a la canasta mundial. Dos subregiones son de especial importancia: el África tropical y el África nororiental.

El África tropical, tierra de bosques húmedos, se extiende en el cinturón tropical del continente. Sus selvas han dado productos importantes como la palma africana, el tamarindo y la nuez de cola.

El África nororiental es la cuna de la humanidad, y ha contribuido también con cultivos importantes como el café, el sorgo y el mijo, además de la domesticación del asno.

África guarda también una enorme diversidad de especies semi domesticadas, fruto de millones de años de interacción del género Homo con su entorno. Se calcula que existen más de mil especies de frutas comestibles, pertenecientes a 85 familias botánicas.

Asia Occidental

En esta región se incluye Mesopotamia, la región donde surgieron los primeros Estados basados en la esclavitud, la guerra a gran escala y la explotación de la tierra con monocultivos extensivos. Esto fue posible principalmente gracias a la domesticación de cuatro granos altamente productivos: el trigo, la cebada, la avena y el centeno. Además de esta tetralogía de gramíneas, la zona dio origen al cilantro, la espinaca de mata, el garbanzo, el haba, la lenteja, el higo, el nabo, el lino o la mostaza. Entre los animales, el gato, la oveja y la cabra provienen de aquí. Tierra de paso en las grandes rutas de comercio desde tiempos prehistóricos, su aporte a la dieta occidental es quizá el más significativo. Hoy en día, los países que conforman esta región son Turquía, Irán, Irak, Siria, Palestina, Líbano e Israel.

 

Asia Central

Tierra de bosques y estepas, cuna de pueblos nómadas, la región del Asia Central es muy extensa y tiene varios subcentros. En lo que hoy es Kazajistán se domesticaron las manzanas, las peras y los duraznos; aquí existen bosques enteros de estas especies en estado silvestre. En su extremo occidental se domesticó el caballo. De la región montañosa donde hoy está Afganistán vienen el ajo, las cebollas, el rábano y la zanahoria. Cientos de pequeños valles con diferentes climas favorecieron la creación de miles de variedades de estas especies.

 

Asia del Sur

La península índica se benefició tempranamente de su cercanía con el Sudeste Asiático, importando muchas especies de allí. Sin embargo, dio origen a algunas especies propias, como el mango, la cúrcuma y el frijol guandul (Cajanus cajan).

Arriba: Higo. Abajo: Cabras. Fotos: Daniela Borja Kaisin

Cascarilla de arroz: Foto: Fernanda Meneses.

Asia Oriental

China es el lugar de origen del mijo, un grano importante en la región, así como de la soya y según algunas investigaciones modernas, del cáñamo (Cannabis spp). Junto con Corea y Japón, es un importante centro secundario de diversificación.

 

Sudeste Asiático

Esta enorme y diversa región podría haber sido el lugar donde primero se inició la agricultura, y tiene un conteo muy alto de agro biodiversidad útil para la canasta mundial. De aquí proviene el arroz, todas las formas de plátano comestible, todos los cítricos, además de muchas frutas tropicales más o menos conocidas fuera de la región: el durián, el mangostino, el rambután, el frutipán, la carambola, etc. Hay varias hortalizas tropicales, como la okra, el pepinillo y la espinaca malabar, así como cuatro especies importantes de frijoles, y la raíz comestible conocida como ñame. La albahaca, la canela, la nuez moscada, el clavo de olor y la mayoría de las especias más famosas provienen de esta región. Entre los animales figuran la res cebú, el cerdo, el buey y la gallina.

Pacífico Oriental y Nueva Guinea

Los pueblos polinesios y melanesios desarrollaron interesantes sistemas agrícolas adaptados a las islas del enorme océano Pacífico. Nueva Guinea en particular fue origen de la importante caña de azúcar, el frutipán y la papa china o taro (Colocasia esculenta). El origen del coco ha sido definido en los atolones del Pacífico oriental.

Coco. Foto: Daniela Borja Kaisin

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El doloroso palmito

El doloroso palmito
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Antonio Zambrano tiene desde hace medio año una espina de palmito de un par de centímetros incrustada en su antebrazo izquierdo, una cuarta más abajo del tatuaje en el que declara amor eterno a su mujer. Por esa espina que se clavó en medio de un tendón durante una jornada de chapeo, Antonio no puede hacer fuerza con la mano izquierda, con la cual sostenía las hojas de palmito para tirar machete con la otra. Antonio Zambrano vivía en El Campamento, a mitad de camino entre Pachijal, Guayabillas y Mashpi, en el noroccidente tropical de la provincia de Pichincha, donde se extienden casi 500 hectáreas de cultivos de palmito entreveradas con parches de bosque húmedo, pastos para ganado y otras fincas agrícolas. 

En una de esas fincas palmitocultoras, Antonio Zambrano trabajó hasta hace poco en el mantenimiento y la cosecha de palmito, una planta nativa de las zonas tropicales de América de la que se consume el cogollo suave y carnoso. En Ecuador se lo cultiva desde hace tres décadas y, según datos del Censo Nacional Agropecuario, hacia 2000 existían poco más de 15 mil hectáreas de palmito cultivado principalmente en las provincias de Pichincha, Santo Domingo de los Tsáchilas e Imbabura, con extensiones menores en otras provincias como Esmeraldas, Manabí, Sucumbíos y Los Ríos. Si algo necesita el palmito para crecer bien es la alta pluviosidad, de ahí que la zona de Pachijal, Mashpi y Guayabillas sea idónea para su cultivo.

Antonio no dejó de trabajar desde aquel accidente, a pesar de que, según el Código del Trabajo vigente en Ecuador, sus empleadores tenían la obligación de prestarle asistencia médica hasta que se encuentre en condiciones de volver al trabajo o hasta que se determine su incapacidad permanente. En un día de cosecha poco después del accidente, Antonio debió salir al hospital, de donde trajo un certificado médico, mas los tallos que no cortó le fueron descontados de su jornal. Los empleadores de Antonio le habían afiliado al seguro social, como manda la ley, pero sus derechos laborales, en la realidad, fueron vulnerados con una facilidad que sobrecoge. 

Los centros de salud de San Miguel de Los Bancos y Pedro Vicente Maldonado, los más cercanos a la zona palmitocultura de Pichincha, y el hospital privado Saludesa de esta última ciudad reciben entre diez y veinte —a veces menos, a veces más— pacientes con espinas clavadas en manos, brazos o piernas, o con heridas de machete ocasionadas mientras trabajan en distintas fincas palmitocultoras del noroccidente de la provincia de Pichincha, según relatan enfermeras, médicos y empleados de estos establecimientos. 

Otros pocos llegan con mordeduras de serpientes o intoxicados por inhalación de agroquímicos. Aunque clavarse espinos es el percance más recurrente en los trabajadores de palmito, pocos acuden a los centros de salud o a los dispensarios del Seguro Social Campesino. No lo hacen porque retirar espinas de palmito no es fácil o porque es un percance tan cotidiano que perderían demasiados días de trabajo si fuesen al centro médico cada vez que se clavan uno. Hasta el momento de escribir este reportaje, las cifras oficiales no habían llegado, pero según Mariana Méndez, directora distrital del Ministerio de Salud Pública, en ellas no se especifica el tipo de herida, lo que permitiría discriminar quién se accidentó en palmito y quién en otras actividades agrícolas. 

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En la zona de Pachijal, Mashpi y Guayabillas, hace apenas tres décadas, predominaba la selva húmeda. De hecho, hacia 1992-1993 los pocos campesinos que vivían más allá de Pachijal, hasta donde llegaba el carretero de verano, debían caminar por una guardarraya (sendero peatonal) para llegar a sus fincas y recintos. Por Pachijal salía mucha madera, recuerda Marco Bolaños, uno de los aserradores de aquellos años que ahora trabaja en una finca de cacao orgánico y promueve una agricultura sostenible en su zona, pero que lleva dentro la huella de tanto árbol caído. 

Marco fue testigo del nacimiento de los cultivos de palmito que ahora dominan buena parte del paisaje. A mediados de la década de 1990 la hectárea de tierras estaba tasada en más o menos un millón de sucres (aproximadamente 350 dólares, al cambio en esas fechas), por lo que varios empresarios adquirieron fincas de entre 20 y 100 hectáreas, mitad bosques, mitad pastizales para ganado. Según testimonios, fue Santiago Peña Durini, empresario vinculado a la industria maderera que tenía una finca cerca de Mashpi, quien impulsó la palmitocultura local porque conocía del potencial climático de esta zona para ello. 

Los primeros palmitos se sembraron hacia 1996 en la finca La Palmira, cerca de Pachijal, a merced de unas cuantas hectáreas de bosque, y en 1998 Peña y su colega José María Ponce plantaron los primeros palmitos en Mashpi. Para los campesinos de la zona, el palmito era una mata silvestre que cosechaban eventualmente para comerlo o para dárselo a sus animales; no sabían que también se podía cultivar y vender.

Mucha gente local se volcó a trabajar en palmito porque en esos años había muy poco trabajo en la zona. Por eso, nadie se negó a la tarea de sembrar palmito para otros, cosa que resultó ser más ardua de lo que parecía. Al inicio, los hombres picaban la tierra, la mezclaban con abono, preparaban el terreno limpiando las malezas y fertilizando el suelo, mientras las mujeres, niños y algunos ancianos llenaban las fundas donde germinarían los palmitos que luego serían trasplantados al suelo. La jornada laboral en la época, explica Bolaños, era de 25 mil sucres (que equivalía a casi 10 dólares), mientras que por cada funda llena de tierra se pagaba 5 sucres —lo que implicaba tener que llenar unas cuatro o cinco mil fundas en un día para acercarse a un jornal diario. 

Rodolfo Calderón, primer administrador en los cultivos de palmito que emprendieron Ponce y Peña Durini, hacia 1998-1999, consiguió incluso autorización de Liliana Rivadeneira, única profesora de la escuela primaria de Mashpi en aquellos años, para que los estudiantes más grandes trabajasen enfundando. A las fincas de Ponce y Peña apenas las separaba el río Mashpi y ambas estaban flanqueadas por abundante bosque húmedo.

Durante los años de siembra, en las fincas de la zona llegaron a trabajar 30 a 50 personas. Sus pagos mensuales se calculaban a jornal diario o por tarea cumplida. Luego, cuando el palmito se asentó, disminuyó la cantidad de jornaleros de forma importante, ya que una sola persona podía encargarse del mantenimiento y la cosecha de al menos 5 hectáreas.

***

En general, la cadena de producción y comercialización del palmito funciona así: cuando los palmitocultores entran en fase de producción, establecen convenios de entrega de sus cosechas con empresas empacadoras –por lo general son acuerdos de palabra. Son estas empresas las que determinan el cupo de entrega. Según sea el cupo, cada semana ingresan camiones transportadores a las fincas, dos o tres veces semanales, y se llevan todo a la empacadora. Es esta la que se encarga de procesar, empacar y vender.

Cuando los cultivos de palmito están en plena producción, el trabajo se organiza por lotes. A cada trabajador se le asigna un lote de 4 a 10 hectáreas para que ejecute las tareas que asignan los administradores. Trabajar un lote implica chapear (deshierbar con el machete) las filas entre palmitos, hilar, fumigar las hierbas y las plagas, y cosechar los tallos. Hilar, para la mayoría, es la tarea más dura porque se siegan hierbas y montes a machete, en zigzag, entre las matas de cada palmito, cortando las hojas secas y viejas, cuidando de no tumbar las hojas nuevas para no retrasar el crecimiento del tallo, y de no cortar los hijuelos que van creciendo junto a cada palma. Esta meticulosa tarea, que puede tomar tres días o más y se realiza dos o tres veces por año, exige varias horas con las espaldas dobladas y en frecuente fricción con las espinas de hojas y tallos del palmito.

Otra tarea agotadora para los jornaleros es la cosecha o corte, para la que es necesario saber reconocer la estatura y grosor de los tallos que están listos. Para cosechar se debe retirar las espinudas hojas que protegen al cogollo, que crece como una espada hacia arriba en el puro centro de la planta, y cortarlo más o menos a un metro medido desde la punta. La cantidad de tallos cosechada depende del cupo que da la empresa empacadora a cada finca. Por ejemplo, un cupo puede alcanzar los 10-11 mil tallos por semana. Si a la semana se hacen tres cortes, cada corte debe reportar unos 3300-3700 tallos. Eso, entre seis loteros, por dar un caso, implica 550-650 tallos por persona en cada corte, lo cual toma 4-5 horas de trabajo continuo. El pago bordea los 5 centavos por tallo cosechado.

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Para los dueños de las fincas en Pachijal, Guayabillas y Mashpi, la inversión se justificaba. A diferencia de muchos cultivos que demandan varios años para empezar a producir, el palmito ofrece sus primeras cosechas a los dos años. En un principio el palmito en la zona atravesó por una transición que, a ojos de Rodolfo Calderón, fue buena para el negocio: el trabajo inició en sucres y las ganancias llegaron en dólares. Las primeras ventas de Ponce a Inaexpo, la empresa empacadora que es hasta hoy la principal productora, exportadora y comercializadora de palmito cultivado en el mundo –parte del grupo empresarial Pronaca– sucedieron poco antes de la dolarización de la economía ecuatoriana. Recibió 12 centavos de dólar por tallo, cuando el dólar superaba ya los 15 mil sucres. Era un excelente precio, que prometía crecer, pero con la dolarización las cosas se apretaron. Con todo, las nacientes fincas de palmito de la zona lograron sostenerse de milagro, y el mercado internacional se recuperó un poco en los años siguientes.

 

Entre 2006 y 2008, las empacadoras pagaron un máximo de hasta 40 centavos por tallo. Luego el precio empezó a bajar, pero se mantuvo sobre los 30 centavos por un tiempo más. Pese al descenso del precio por tallo, entre los años 2007 y 2014 la exportación ecuatoriana de palmito creció hasta convertirse en uno de los productos agrícolas no tradicionales más representativos del país, de acuerdo a cifras de exportaciones, importaciones y balanza comercial agropecuaria y agroindustrial del Banco Central del Ecuador. 

El palmito ecuatoriano se vendía bien en Francia, Argentina, Venezuela, Estados Unidos, Chile y otros destinos. La entrada al Ecuador de Incopalmito, una empresa palmitocultora costarricense ligada a una transnacional enorme en el sector agrícola, y el surgimiento en Ecuador de varias pequeñas empresas empacadoras y productoras, fue buena para generar una competencia más equilibrada con Inaexpo, para fortalecer a la industria del palmito y para mejorar las condiciones de compra del palmito a los productores. Ecuador llegó a ser el primer exportador de este producto, con cálculos de entre 45 y 60% de la producción mundial (Brasil producía volúmenes más grandes pero más para el consumo interno). 

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Las débiles exigencias salariales y laborales de los trabajadores agrícolas de aquel tiempo ayudaban a fortalecer el negocio porque los gastos en salarios eran proporcionalmente bajos respecto a los ingresos por venta de palmito a las empresas empacadoras. En sus primeros años trabajando en palmito, por ejemplo, Edwin Angulo, todavía menor de edad, ganaba unos 25 dólares por quincena. Luris Napa, mamá de cinco, completaba los 60 quincenales, allá por 2006. Ambos trabajaban en el palmito de Ponce, quien siempre confió el manejo de sus tres fincas (una en cada recinto) a distintos administradores.

Según datos oficiales, entre 2000 y 2005 el salario básico mensual promediaba los 109 dólares (desde 57 dólares mensuales en 2000 hasta 150 en 2005), pero muy pocos en la zona percibían tal cantidad por mes. De hecho, hacia el año 2000 en la zona imperaba el pago por día trabajado, que bordeaba los 12-15 dólares diarios. De eso se pasó a un sueldo básico que calculado a diario —a 20 días de trabajo mensual para quienes trabajan el mes completo— equivalía casi a lo mismo, salvo que se descontaban los aportes al seguro social.

En la actualidad, lo que predomina son los pagos por tarea o por avance en los que, a decir de los empresarios palmitocultores, son los jornaleros quienes establecen las tarifas —aunque los jornaleros dicen lo contrario. Los valores se fijan por hectárea trabajada, sin importar cuántos días tome ejecutarla, y alcanzan entre 70 y 110 dólares por tarea. Las reformas al Código de Trabajo en 2012 y 2014 implicaron ajustes salariales y laborales importantes para los trabajadores del palmito, y tuvieron un impacto económico considerable para los productores porque debían invertir más en salarios. De mensuales que apenas superaban los 200 dólares o pagos por día trabajado debieron pasar a un salario básico mensual superior a 300 dólares; además, se reforzó la obligatoriedad de dar seguridad social a sus trabajadores, pagar los décimos sueldos y más. Según un estudio elaborado en 2011 por la consultora Kaymanta para la Secretaría de Ambiente del Municipio de Quito, en nueve de 13 fincas palmitocultoras de la zona se daba seguridad social a los trabajadores. Los campesinos entrevistados por la consultora estimaban que apenas 10% de los trabajadores estaban asegurados.

Después de una década, la mayoría de campesinos de la zona se cansó de las espinas del palmito, de las agotadoras jornadas a sol o aguacero, de las malas pagas y de los maltratos de algunos administradores, por lo que empezaron a buscar otras plazas de trabajo. Para campesinos que no tienen tierras propias para cultivar, como casi todos en Mashpi y muchos en Pachijal y Guayabillas, trabajar para otros parece ser su única alternativa de sustento.

Su lugar fue ocupado por otros campesinos sin tierra, que migraron principalmente de la provincia costera de Manabí, decenas de kilómetros al suroeste. Otros llegaron desde las también costeras provincias de Los Ríos y Esmeraldas. En estas provincias, la falta de trabajo es crítica y los pagos en el agro apenas alcanzan los 10-12 dólares diarios, según testimonios de varios campesinos en Pachijal, Guayabillas y Mashpi.

Ellos forman parte de una estadística imprecisa de campesinos que han migrado de manera sostenida en las últimas décadas hacia áreas de mayor desarrollo agroindustrial, atraídos por cultivos como la palma aceitera, banano, piña, papaya, cacao y palmito. Muchos de ellos han llegado al noroccidente de Pichincha y a Santo Domingo de los Tsáchilas. Son numerosas familias que se mueven por estas áreas y que, según testimonios de varios campesinos, suelen establecerse poco tiempo en un solo lugar.

No es fácil determinar la cantidad de familias que forman parte de esta población errante porque los datos de migración interna del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC), de 2010, se refieren al número de personas que han mudado de provincia o de cantón, pero no indican la provincia o cantón de su destino. De esta información se puede colegir, sin embargo, que Los Ríos, Esmeraldas y Manabí tienen tasas de migración interna negativas; es decir, más personas han salido de estas provincias que aquellas que han ingresado —algunos cantones del norte de Manabí muestran valores de emigración altos. Por su parte, los cantones tropicales de la provincia de Pichincha (Pedro Vicente Maldonado, Puerto Quito y San Miguel de los Bancos) y la provincia de Santo Domingo de los Tsáchilas tienen tasas de migración positivas.

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Gustavo Zambrano, Mariano Ramírez, Gina Díaz, Enrique Yánez, Ángel Napa, Héctor Vélez y varios más empezaron a trabajar en palmito en las vecindades de las poblaciones de Quinindé, La Unión o Pedro Vicente Maldonado hace 10 o 15 años, en promedio. Cuentan que hasta allí llegaron anuncios de radio que ofrecían salarios básicos completos o sueldos de hasta 500 dólares, seguridad social, estabilidad laboral y vivienda en la zona de Mashpi, a donde se mudaron. A otros les llegó la noticia por amigos y familiares.

Sin embargo, las buenas condiciones duraron poco. Ramírez se quedó sin seguridad social al año de trabajo. Zambrano no recibió su sueldo durante cuatro meses. Yánez ganaba poco por un trabajo que le costaba demasiado. Las ofertas radiales de buenos salarios solían venir de Pancho Bravo, administrador en ese entonces de la finca de Ponce en Mashpi —y que se mantuvo como administrador de esa finca cuando Ponce la vendió en 2011 a un nuevo empresario, Alfredo Baccichetto. A Bravo se le atribuía la repetida práctica de cambiar las condiciones de trabajo una vez que los jornaleros se establecían en las fincas. Bravo ya no trabaja en palmitocultura en la zona y, de hecho, los campesinos entrevistados no saben bien dónde está. Varios intentos de contacto con él fallaron. Por alguna razón imprecisa, incluso quienes mejor lo conocían, dijeron no saber cómo contactarlo ahora.

Cuentan quienes trabajaron con Bravo que con él los acuerdos de trabajo eran por tarea, como es común en toda la zona. La diferencia radicaba en que Bravo imponía tareas arduas que muy pocos trabajadores podían cumplir. A tarea incumplida o completada a medias, no había paga. La alternativa que encontraban los campesinos recién llegados, muchos sin experiencia previa en palmito, era poner a trabajar a su familia para completar la tarea y asegurarse el jornal.

De los Yánez trabajaban papá, los dos hijos mayores y en ocasiones el abuelo en el palmito que administraba Bravo. Entre todos completaban la tarea de uno y ganaban un solo sueldo. Abigail Ramírez, su hijo Mariano y uno de sus nietos trabajaban igual. También los seis compañeros que llegaron con Abigail y que, hostigados, se fueron a los pocos meses. Para José Luis Zurita, seis años en palmito, lo difícil de trabajar por tarea es que la labor es siempre dura. A quien no cumplía con lo asignado, Pancho le restaba tareas al mes siguiente o a la semana siguiente y, por tanto, le pagaba menos. Además, conminaba a sus trabajadores a que fíen víveres, enseres de aseo y hasta el trago en la tienda que manejaba dentro de la plantación, llevando un registro no siempre confiable de las cuentas; los gastos, obviamente, les eran descontados al momento de cobrar, por lo que cada vez recibían menos.

Gustavo Zambrano y su familia vivieron hasta hace poco en una casa a punto de caerse en medio de la plantación que Bravo administraba. Allí vivieron también los Yánez durante casi tres años. Eran ocho en la familia, a veces diez, acomodados en esa misma casa pequeña sin servicio higiénico, usando para sus necesidades el agua proveniente de un estero que nace dentro de la propia plantación, de acuerdo a la gente de Mashpi que los conoció. En estudios desarrollados por la Universidad de las Américas, en los cuales se empleó la diversidad de invertebrados acuáticos como indicadora de la calidad ecológica del agua en la zona de Mashpi por efecto de actividades agrícolas, se determinó que el agua de ríos inmediatos a plantaciones de palmito no se puede consumir por mostrar indicios de contaminación con agroquímicos. 

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Por no perder el trabajo es mejor no agitarlo, le advierte Mariano Ramírez a su papá cuando este insiste en que está mal laborar así. Ambos dejaron de trabajar para Bravo en Mashpi a fines de 2019, cuando Bravo también salió de la finca porque don Alfredo la vendió, y hasta hoy esperan de su exempleador la liquidación por dos años y medio servidos. Se mudaron a otro palmito en Pachijal, donde trabajan los dos, un hijo de Mariano y un sobrino a cambio de un solo jornal. A veces completan 300 dólares mensuales entre los cuatro. Viven con la esposa de Abigail y su nieta Jéssica en una casa pequeña de bloques, dos cuartos, piso de tierra, en medio de la plantación. Jéssica, de 16 años, es la burrera —es decir, la que recoge el palmito cortado y lo acarrea en un mular hasta el sitio de acopio— y gana un adicional por ello.

Por ese miedo a perder el trabajo estas familias campesinas en constante movilidad se han acostumbrado a condiciones laborales y de vivienda muy duras, y en muchos casos prefieren ganar un poco más a tener, por ejemplo, seguridad social. 

Por esa misma razón, hasta ahora no se conoce ningún caso de denuncia ante la Defensoría del Pueblo, según informaron fuentes de esta institución en Quito y en Santo Domingo. La mayoría de trabajadores entrevistados tenían, además, poco conocimiento de sus derechos laborales o han preferido evitarse los gastos económicos y el tiempo que implica trasladarse a Quito para tramitar una denuncia ante el Ministerio de Trabajo o el Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social. 

De cualquier manera, aunque se sujeten al trabajo la mayoría al final se va, como los Yánez, que prefirieron mudarse a denunciar los maltratos de Bravo. O como Antonio Zambrano, con su brazo espinado, quien al momento de escribir esta historia había abandonado ya El Campamento tras regatear una liquidación con su empleador, y sin recibir indemnización alguna por el accidente laboral que sufrió, cuentan ahora sus excompañeros de trabajo. La peregrinación de estas familias sin tierras continúa, y con ella continúa su obligación de acoplarse a lo que venga. Pocos, como Luis Ormaza y sus seis compañeros en la actual finca de Ponce en Guayabillas, cuentan con un trabajo estable y asegurado.

Liliana Reyna, profesora de la escuela Río Mashpi, ve algo más en esa constante migración: los chicos del palmito no se sienten de ninguna comunidad. Se desapegan, se acostumbran a la inestabilidad. A muchos les cuesta adaptarse a la escuela, les cuesta rendir. Y varios dejan los estudios en la adolescencia por rebeldía, por cansancio, porque los interrumpen tras cada mudanza, porque se ven obligados a trabajar en el palmito o porque se ven obligadas a cuidar de sus hermanos menores o a ser mamás. Gabriel, nieto de Abigail, dejó los estudios para trabajar. José Luis Zurita también. Paola Montalván y Mayuri Vélez los dejaron para parir a sus primeros hijos antes de los 15. Enrique Yánez terminó la escuela a los 16 y no pudo continuar estudiando.

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Para la mayoría de productores de palmito, este cultivo ha dejado de ser rentable por la caída de los precios de exportación, la competencia con otros países productores (Bolivia o Perú), los altos costos que implica una economía dolarizada, la falta de incentivos oficiales y procedimientos normalizados para la producción de palmito, y el hecho de que el palmito no haya pegado en el mercado nacional. Con altos gastos en salarios e insumos (mínimo un 60%, según calculan algunos productores), los costos de producción no dan porque el precio actual por tallo promedia los 22 centavos. De hecho, algunos palmitocultores consultados aseveran que el negocio apenas se sostiene y que el hectareaje de palmito en el país ha disminuido hasta en un 50%. 

De acuerdo a un diagnóstico comercial desarrollado por el Ministerio de Agricultura a partir de información del Banco Central, desde 2015 los volúmenes exportados han caído de forma leve aunque sostenida (de 30 mil 700 toneladas métricas en 2015 a 27 mil 800 en 2019) y de modo más considerable ha declinado el valor de exportación. Los datos de las Encuestas de Superficie y Producción Agrícola y Pecuaria Continua del INEC parecen corroborar también la aparente disminución en extensión de la palmitocultura en el país, pese a que solo reportan cifras de cultivo de palmito desde 2015. A ese año se reporta la existencia de 11 mil hectáreas de palmito cultivado, mientras que en 2018 la cifra bajó a 6.300 y en 2019 a 5.200 hectáreas. Incluso asumiendo un margen de error en la recolección de datos de la citada encuesta, la disminución parece ser consistente. 

Dada la situación económica precaria, en muchas fincas han optado por ahorrar en insumos. En las fincas donde trabajan los Ramírez o los Vélez no han fumigado en varios meses. No fumigar implica más trabajo manual porque el control de las hierbas se hace a machete. Ricardo Salvador, gerente financiero de Ecuaconservas, una empacadora pequeña donde trabajan 80 personas, asegura que el palmito no es mal negocio, que el problema es que los productores suelen hacer un manejo inadecuado, técnicamente hablando, en cuanto a fertilización y control de hierbas y plagas, lo que disminuye la productividad de los cultivos. Un palmito motoso, corrobora Ángel Napa, 15 años en palmito, no produce porque los hijos del palmito no desarrollan. Además, en un palmito mal trabajado, según los estándares de Salvador, los jornaleros gastan más tiempo buscando tallos que cosechando.

Por otro lado, los agroquímicos, aunque ahorran trabajo, tienen impactos ambientales y en la salud de los trabajadores. Según el estudio de Kaymanta citado previamente, hasta 2012 se usaba principalmente urea o abono de gallina para fertilizar, glifosato para controlar las hierbas y palmarol, basudín y cipermetrina contra las plagas. Por fumigar un trabajador gana normalmente 17-20 dólares por tanque (un tanque alcanza más o menos para una hectárea), lo que toma entre cuatro y cinco horas. 

Salvo excepciones, la fumigación se ha hecho siempre sin utilizar mascarillas ni vestimenta adecuada, contrariando lo que indican varios cuerpos legales ambientales, laborales y de salud, e incluso las instrucciones de uso de los productos mencionados. Los plaguicidas utilizados están calificados como moderadamente tóxicos para la gente –y el palmarol como muy tóxico para la vida acuática, por lo que actualmente casi no se utiliza. Mientras, el glifosato, ampliamente utilizado en este y otro tipo de cultivos, se ha identificado como carcinógeno de comprobada toxicidad. 

El problema no es solo el uso de insumos agroquímicos. Sucede que en la mayoría de plantaciones de palmito en la zona, las filas de palmito llegan hasta el borde mismo de quebradas, esteros e incluso ríos mayores, cuando el Texto Unificado de Legislación Ambiental, reglamento vigente desde 2003, prohíbe la aplicación de agroquímicos en franjas de 50 m de un cuerpo de agua. Adicionalmente, Mashpi, Pachijal y Guayabillas forman parte de dos áreas de conservación y uso sustentable declaradas entre 2011 y 2013 por el Municipio de Quito. En consecuencia, existe una ordenanza municipal que establece franjas de protección de cuerpos de agua de 15 a 50 m, en las cuales no debe removerse la vegetación natural.

El establecimiento de estas áreas de conservación contó con la anuencia de un número importante de pobladores de la zona. No obstante, los palmitocultores encuentran en ello una gran contradicción. Lo suyo es la producción agrícola y, como expresaron varios productores, no es posible producir palmito de forma orgánica, a menos que se pueda contratar cinco veces más trabajadores de los que tienen, debido a que la carga de trabajo solamente manual es alta. Según sus cálculos, a machete un trabajador logra manejar apenas unas 5 hectáreas, mientras que fumigando pueden trabajar entre 8 y 10 hectáreas. 

Aun así, cuando se diseñaban los planes de manejo ambiental para estas áreas de conservación, el sector palmitocultor se mostró abierto al diálogo, según Daniela Balarezo, responsable de la unidad de áreas protegidas y biodiversidad de la Secretaría de Ambiente hasta febrero de 2015. Pese a que los planes de manejo citados incluían recomendaciones ambientales para las áreas, incluidos los cultivos de palmito, los funcionarios actuales de dicha secretaría, que es la entidad encargada del manejo de las áreas municipales de conservación, no conocen de la existencia del estudio de Kaymanta, como informaron Orfa Rodríguez y Gustavo Mosquera. Ambos admitieron, además, que la secretaría no ha trabajado de modo alguno con los palmitocultores.

Ponce recuerda que se le cayó la producción cuando trató de hacer palmito orgánico para abrirse hacia un mejor mercado, y que tampoco encontró quien pague más por ello. Existen experiencias que parecen contradecir estas aseveraciones. En casi 400 hectáreas de palmito, los trabajadores de Santiago Pérez, en una zona cercana conocida como San Pancracio, aplican únicamente insumos de origen orgánico y hacen chapeo manual cada tres meses. 

A criterio de Milton Zambrano, administrador de la finca, los mejores precios que obtienen de Inaexpo —la cual exporta su palmito orgánico certificado a Francia, Canadá y Estados Unidos— es lo que permite una producción a contracorriente de lo que cree el sector palmitocultor. Por tallo cortado, están recibiendo 37 centavos. Si bien reconoce que el manejo orgánico puede disminuir el rendimiento de la finca, enfatiza que las prácticas orgánicas rigurosas –para las que invirtieron inicialmente casi 8 años de trabajo constante– les permite sostener un mercado específico dispuesto a pagar mejor por su producto.

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El negocio internacional del palmito empezó a caer desde hace una década. Las empacadoras argumentan que no pueden operar a pérdida, porque sin ellas no hay quien compre el palmito. Los productores aseveran que ellos tampoco pueden perder, porque sin ellos no hay quien provea palmito ni quien dé trabajo a los campesinos. Los jornaleros del palmito, sin quienes no habría palmito para proveer, empacar o exportar, se sujetan a sus trabajos aun cuando en muchos casos se vulneren sus derechos laborales. Las fincas donde los trabajadores reciben pagos justos o donde se buscan soluciones innovadoras parecen ser las excepciones. En una de ellas, ubicada en Pachijal —cuyos propietarios pidieron reservar su identidad— más de la mitad de sus 50 hectáreas iniciales de palmito se ha remontado. En las restantes 300 hectáreas de bosque que lo rodean se está haciendo turismo de naturaleza y educación.

Por contraste, la modalidad de trabajo por tarea que se practica en la mayoría de fincas representa mayores ingresos económicos para los trabajadores, por eso muchos la prefieren. No obstante, este modo de trabajo suele encarecer la producción para los palmitocultores y perpetúa la informalidad e inestabilidad laboral. Más allá de las particularidades de la palmitocultura en la zona de Mashpi, Guayabillas y Pachijal, están las historias humanas detrás de un agronegocio que no logró despuntar, una pérdida que, en términos generales, se ha corrido a costa de los derechos laborales de los trabajadores de las fincas. 

Esta no es cosa del pasado ni exclusividad del sector palmitocultor. Que exista una cantidad indeterminada de familias trashumantes en las zonas agroindustriales del país —que comprende, incluso, mujeres y niños sin cédula de identidad— muestra la necesidad de repensar, una vez más, las bases del modelo agroexportador vigente que incluye precariedad laboral y degradación del ambiente.

En un segundo artículo investigaremos las opciones agroecológicas para la producción de un palmito ecológicamente sustentable y socialmente justo.

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ARTÍCULOS RECIENTES

Efectos de los Agroquímicos en la Salud

Efectos de los Agroquímicos en la Salud
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Argentina

La salud deberá enfrentar por mucho tiempo los efectos de los venenos agroquímicos sobre el ambiente y los animales que formamos parte de él. El agricultor va a entender tarde y mal que la ecuación económica de los agroquímicos no se sustenta en el tiempo y va dejar secuelas terribles sobre los campos y sobre su propia familia.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que cada año se producen 25 millones de intoxicaciones por venenos agroquímicos en el mundo, y alrededor de 20.000 muertes provocadas por ellas, calculándose que el 99% ocurren en las naciones “en desarrollo”, como las nuestras.

Un pueblo que tiene alterada su fecundidad y su desarrollo sexual, inhibida su capacidad de absorber nutrientes vitales para su correcto desarrollo físico e intelectual no requiere ni siquiera tecnología militar de última generación para ser vencido, controlado y esclavizado. Vivimos en un sistema en el que desde otro lugar se decide no solo qué se va a producir y comercializar sino además de qué van a enfermar y morir los habitantes de los países emergentes. Es necesario, entonces, conocer para prevenir estas patologías derivadas del uso de venenos sin precaución.

Pretender, una vez mas, que los actores políticos, que son los que tienen el poder de decisión, no fueron advertidos de la catástrofe en ciernes solo tendrá sentido si quienes denunciamos estos problemas no usamos todas las herramientas que la realidad pueda poner a nuestro alcance para que la gente conozca el riesgo a que está expuesta y haga su elección en libertad. Porque solo puede hablarse de libertad de elección cuando el elector tiene la posibilidad de acceder a toda la información, en forma absoluta y veraz. No es demasiado absurdo suponer que con una información completa de los hechos y sus consecuencias las decisiones de la gente del campo serían diferentes.

Pero además, los gobiernos sucesivos, deberán tener la madurez y la responsabilidad de implementar políticas agropecuarias coherentes que sean económicamente rentables pero, a la vez, ecológicamente sostenibles.

La industria de los agroquímicos ha tenido su desarrollo creciente después de la segunda guerra mundial y tuvo su cenit con la revolución verde, cuando como respuesta al desarrollo capitalista la gestión del ecosistema fue sacar el máximo producto a los cultivos, llevando a la pérdida de un capital genético y cultural necesario, poniendo a producir a toda máquina a las industrias de venenos para el agro, permitiendo el florecimiento de los grandes emporios transnacionales. Pero la aplicación de estos insumos sintéticos, variedades mejoradas, pesticidas y demás han creado graves problemas, no solo en el deterioro del suelo y del ecosistema en general, sino también en la economía del agricultor, traduciéndose esto en incrementos cada vez mayores en costos de producción en los diferentes cultivos, y en costos de salud.

Veamos los efectos de algunos de los agrotóxicos más comunes:

El glifosato

El glifosato es un herbicida sistémico que actúa en post-emergencia y en barbecho químico (preparación del suelo con herbicidas previo a la siembra directa), no selectivo, de amplio espectro, usado para matar plantas no deseadas como pastos anuales y perennes, hierbas de hoja ancha y especies leñosas. El glifosato es un ácido, pero es comúnmente usado en forma de sales. Al principio se lo catalogó como levemente tóxico para ir posicionándolo en categorías más peligrosas a medida que su uso demostraba sus efectos. Es mas peligroso por vía dérmica (piel) o inhalatoria (respirado) que por ingestión, muy irritante para las membranas mucosas, especialmente ojos y boca. Sus efectos sobre los ojos hicieron que Agencia de Protección Medioambiental lo reclasificara como muy tóxico.

En humanos, los síntomas de envenenamiento incluyen irritaciones en la piel y en los ojos, náuseas y mareos, edema pulmonar, descenso de la presión sanguínea, reacciones alérgicas, dolor abdominal, pérdida masiva de líquido gastrointestinal, vómito, pérdida de conciencia, destrucción de glóbulos rojos, electrocardiogramas anormales y daño o falla renal. Están probados sus efectos carcinogénicos y de alteración reproductiva en animales. Por otro lado, los residuos presentes en los cultivos consumidos como alimento tienen un potencial tóxico muy difícil de evaluar dado que las víctimas no se presentan como pacientes expuestos a fumigaciones.

Es importante resaltar que este producto facilita la aparición de malezas resistentes que crecen sin competencia dada la eliminación del resto, y que deberán ser fumigadas con productos de toxicidad creciente. Se ha reportado en Dinamarca, donde su uso está muy extendido, una capacidad de filtración hacia las fuentes de agua potable muy superior a la esperada.

El glifosato no atraviesa las membranas como la piel, por ello requiere de productos que actúan como transportadores para que puedan penetrar en plantas y animales. Estos productos, como la polietilendiamina (POEA) tienen toxicidad propia además de multiplicar la del herbicida y se notan sus efectos especialmente a nivel de las mucosas como la conjuntiva ocular. Se considera que el transportador que lleva un conocido herbicida comercial es el causante principal de la toxicidad de su formulación. El POEA tiene una toxicidad aguda más de tres veces mayor que la del glifosato, causa daño en el aparato digestivo y al sistema nervioso central, problemas respiratorios y destrucción de glóbulos rojos en humanos. Además está contaminado con 1-4 dioxano, el cual ha causado cáncer en animales y daño a hígado y riñones en humanos.

La formulación del famoso herbicida al cual nos referíamos tiene además algunos “ingredientes inertes” que en realidad son también altamente tóxicos. He aquí algunos de ellos y sus efectos sobre la salud, según el Doctor Jorge Kacksewer, docente de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires:
Sulfato de amonio: Irritación de los ojos, náusea, diarrea, reacciones alérgicas respiratorias, daño irreversible en exposición prolongada.
Benzisotiazolona: Eccema (irritación de la piel con costras), fotorreacción en individuos sensibles.
3-yodo-2-propinilbutilcarbamato: Irritación severa de los ojos, mayor frecuencia de aborto, alergia en la piel.
Isobutano: Náusea, depresión del sistema nervioso, dificultad en la respiración.
Metil pirrolidinona: Irritación severa de los ojos, aborto y bajo peso al nacer en animales de laboratorio.
Acido pelargónico: Irritación severas de piel y ojos, irritación del tracto respiratorio.
Polioxietileno – amina (POEA) : Ulceración de los ojos, lesiones en la piel (eritema, inflamación, exudación, ulceración), náusea, diarrea.
Hidróxido de potasio: Lesiones irreversibles en los ojos, ulceraciones profundas en la piel, ulceraciones severas del tracto digestivo, irritación severa del tracto respiratorio.
Sulfito sódico: Irritación severa en ojos y piel, vómitos y diarrea, alergia en la piel, reacciones alérgicas severas.
Acido sórbico: Irritación en la piel, náusea, vómito, neumonitis química, daño en la garganta, reacciones alérgicas.
Isopropilamina: Sustancia extremadamente cáustica de membranas mucosas y tejidos de tracto respiratorio superior. Lagrimeo, laringitis, jaquecas severas, náusea.

El 2-4-D

Es uno de los productos que intervienen en lo que se conoce como barbecho químico. No es otro que el agente naranja. Este producto, junto al 2-4–5-T y mezclado con gas oil u otro hidrocarburo fue utilizado durante la guerra de Vietnam por el ejército de EE.UU., devastando las selvas. Los dos herbicidas (2-4-D) y (2-4-5-T) tienen una estructura química similar. Destruyen las plantas de “hoja ancha”, pero no las gramíneas (hierbas y cereales). Son, por esto, muy utilizadas como herbicidas en cultivos de arroz.
La maldición de Vietnam y del agente naranja, acompañó a los soldados estadounidenses de regreso a sus casas produciendo cáncer y atrocidades genéticas sobre su descendencia. En el propio Vietnam se estima que alrededor de 500.000 niños han nacido con alteraciones incompatibles con la vida, fruto de las fumigaciones de la guerra.

El Endosulfan

Actúa como disruptor endocrino, es decir como una sustancia química que suplanta a las hormonas naturales, bloqueando su acción o elevando sus niveles, trastornando los procesos normales de reproducción y desarrollo y provocando efectos de símil estrógeno en los animales. Es decir, produciendo en niños una feminización que ya es habitual para los profesionales de los hospitales infantiles más importantes en Argentina, que encuentran una alta incidencia de ginecomastia (desarrollo de mamas) en varones que han sido expuestos a fumigaciones o bien al consumo de soja como alimento, o a ambas cosas. De la misma manera, en niñas, la aparición a destiempo de hormona sexual femenina o su imitador provoca desarrollo sexual anticipado con aumento del riesgo de patologías malignas del tracto genital.

Los Disruptores Endocrinos: alterando el sistema hormonal

Dos libros, Primavera silenciosa y Nuestro futuro robado, denuncian que productos químicos artificiales se han difundido por todo el planeta, contaminando prácticamente a todos sus habitantes, cualquiera sea su especie. Presentan pruebas del impacto que dichas sustancias sintéticas, como por ejemplo endosulfán, tienen sobre las aves y demás fauna silvestre. Los disruptores endócrinos son delincuentes de la información biológica que destruyen la comunicación entre el cerebro y los órganos causando toda clase de estragos. Dado que los mensajes hormonales organizan muchos aspectos decisivos del desarrollo, desde la diferenciación sexual hasta la organización del cerebro, las sustancias químicas disruptoras hormonales representan un especial peligro antes del nacimiento y en las primeras etapas de la vida.

Los efectos de los disruptores endocrinos varían de una especie a otra y de una sustancia a otra. Sin embargo, pueden formularse cuatro enunciados generales:

  • Las sustancias químicas disruptoras pueden tener efectos totalmente distintos sobre el embrión, el feto o el organismo perinatal que sobre el adulto;
  • Los efectos se manifiestan con mayor frecuencia en las crías (hijos), que en el progenitor que fue expuesto al envenenamiento;
  • El momento de la exposición en el organismo en desarrollo es decisivo para determinar su carácter y su potencial futuro;
  • Aunque la exposición crítica tiene lugar durante el desarrollo embrionario, las manifestaciones obvias pueden no producirse hasta la madurez.

Se ha descubierto que cantidades insignificantes de estrógeno libre pueden alterar el curso del desarrollo en el útero; tan insignificantes como una décima parte por billón. Las sustancias químicas disruptoras endocrinas pueden actuar juntas y cantidades pequeñas, aparentemente insignificantes, de sustancias químicas individuales, pueden tener un importante efecto acumulativo. Causa gran preocupación la creciente frecuencia de anormalidades genitales en los niños, como testículos no descendidos (criptorquidia), penes sumamente pequeños e hipospadias, un defecto en el que la uretra que transporta la orina desde la vejiga, no se prolonga hasta el final del pene. En zonas como la soyera en Argentina donde se emplea el endosulfan y otros venenos, se han registrado un alto número de casos de criptorquidias. Algunos estudios con animales indican que la exposición a sustancias químicas hormonalmente activas en el periodo prenatal o en la edad adulta aumenta la vulnerabilidad a cánceres sensibles a hormonas, como los tumores malignos en mama, próstata, ovarios y útero. Entre los efectos de los disruptores endocrinos está el aumento de los casos de cáncer de testículo y de endometriosis, una dolencia en la cual el tejido que normalmente recubre el interior del útero se desplaza al abdomen, los ovarios, la vejiga, los intestinos o los pulmones, provocando crecimientos que causan dolor, copiosas hemorragias (ya que este tejido depende de las hormonas y sangra con el ciclo menstrual femenino), infertilidad y otros problemas como mortalidad perinatal y embarazo anembrionado. Esta última patología es verdaderamente sorprendente. Consiste, ni mas ni menos, en un embarazo en el que, luego de producida la fecundación, se forma una placenta, una bolsa de aguas, pero no hay bebé. Generalmente, este producto es expulsado al segundo o tercer mes de gestación sin secuelas importantes desde el punto de vista físico. Pero si imaginamos la situación de salud mental de una joven pareja que pretende construir su familia y fracasa reiteradamente por esta patología, entenderemos que el embarazo anembrionado no es tan benigno como se ve a simple vista. La endometriosis afecta hoy a cinco millones de mujeres estadounidenses, cuando a principios del siglo veinte era una enfermedad prácticamente desconocida.

El signo más espectacular y preocupante de que los disruptores endocrinos pueden haberse cobrado ya un precio importante se encuentra en los informes que indican que la cantidad y movilidad de los espermatozoides ha caído en picado en el último medio siglo. El estudio inicial, realizado por un equipo danés encabezado por el doctor Niels Skakkebaek y publicado en el Bristish Medical Journal en septiembre de 1992, descubrió que la cantidad media de espermatozoides había descendido un 45 por ciento, desde un promedio de 113 millones por mililitro de semen en 1940 a sólo 66 millones por mililitro en 1990. Al mismo tiempo, el volumen del semen eyaculado había descendido un 25 por ciento, por lo que el descenso real de los espermatozoides equivalía a un 50 por ciento. Durante este periodo se había triplicado el número de hombres que tenían cantidades extremadamente bajas de espermatozoides. En España se ha pasado de una media de 336 millones de espermatozoides por eyaculación en 1977 a 258 millones en 1995. El descenso amenaza la capacidad fertilizadora masculina. De continuar la tendencia actual, dentro de 50 años los hombres podrían ser incapaces de reproducirse de forma natural, teniendo que depender de las técnicas de inseminación artificial o de la fecundación in vitro.

Consideraciones finales

Las normas actuales que regulan y permiten la comercialización de productos químicos sintéticos son inadecuadas. Se han desarrollado sobre la base del riesgo de cáncer y de graves taras de nacimiento y calculan estos riesgos a un varón adulto de unos 70 kilogramos de peso. No toman en consideración la vulnerabilidad especial de los niños antes del nacimiento y en las primeras etapas de vida, y los efectos en el sistema hormonal. Las normas oficiales y los métodos de prueba de la toxicidad evalúan actualmente cada sustancia química por sí misma. En el mundo real, encontramos complejas mezclas de sustancias químicas a las que se agregan los insecticidas domiciliarios, los conservantes agregados a los alimentos y diferentes tipos de radiaciones a que nos somete el hecho de vivir rodeados de aparatos electrónicos, nunca hay una sola.

Los fabricantes utilizan las leyes de protección de secretos comerciales para negar al público el acceso a la información sobre la composición de sus productos. Con 100.000 sustancias químicas sintéticas en el mercado en todo el mundo y 1.000 nuevas sustancias más cada año, hay poca esperanza de descubrir su suerte en los ecosistemas o sus efectos para los seres humanos y otros seres vivos hasta que el daño esté hecho. Una política adecuada para reducir la amenaza de las sustancias químicas que alteran el sistema hormonal requiere la prohibición inmediata de plaguicidas como el endosulfan o el glifosato.

La agricultura ecológica, sin plaguicidas y otras sustancias químicas, es la única alternativa sostenible, el único modelo que logra elevar los niveles de producción de alimentos y eliminar la necesidad del uso de estas toxinas artificiales.

Bibliografía

  • Elsa Nivia. Efectos sobre la salud y el ambiente de herbicidas que contienen glifosato.
  • The Ecologist. Agente Naranja: el envenenamiento de Vietnam.
  • José Santamaría. La amenaza de los disruptores endocrinos.
  • T. Colborn, Dianne Dumanoski, y John Peterson Myers. Nuestro futuro robado (1997); Ecoespaña y Gaia-Proyecto 2050, Madrid.
  • T. Colborn y C. Clement, eds.(1992). Chemically Induced Alterations in Sexual and Functional Development: The Wildlife-Human Connection, Princeton Scientific Publishing, Princeton, New Jersey. 
- Soto, A.M., K.L. Chung, and C. Sonnenschein (1994). “The pesticides endosulfan, toxaphene, and dieldrin have estrogenic effects on human estrogen-sensitive cells”. Environmental Health Perspectives 102:380-383. 
- J. Toppari et al., “Male Reproductive Health and Environmental Xenoestrogens,” Environmental Health Perspectives, Agosto 1996. 
- R. Bergstrom et al., “Increase in Testicular Cancer Incidence in Six European Countries: a Birth Cohort Phenomenon,” Journal of the National Cancer Institute, vol. 88, pp. 727-33 (1996). 
- Carlsen, A. Giwercman, N. Keiding y N. Skakkebaek (1992), “Evidence for Decreasing Quality of Semen During Past 50 Years”, British Medical Journal 305:609-13.-

Tomado del libro LA SOJA, LA SALUD Y LA GENTE, por el Dr. Darío Roque Gianfelici
Médico General y Familiar, Especialista en Geriatría

Fotografías: Stephen Sherwood

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ARTÍCULOS RECIENTES

¿Es rentable la Agroecología?

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Ecuador

Lo hemos escuchado tantas veces. Cuando describimos las ventajas de la agroecología sobre el cultivo convencional, alguien siempre nos menciona el tema de la rentabilidad económica. Simplemente, nos dicen, el cultivo agroecológico no es rentable.

Evidentemente, este es un tema fundamental. Pocos productores pueden darse el lujo de producir cultivos que no puedan comercializar con ganancias económicas directas, y por ello el prejuicio de que el cultivo agroecológico no es rentable probablemente ha sido el principal freno a su expansión. Pero, ¿cuanta verdad hay en ello?
En este artículo vamos a analizar dos casos en las Provincias de Loja y Cotopaxi en Ecuador, que seguramente tienen mucho en común con casos similares en otros países del continente.

Caso 1: Sur de Loja

En octubre de 2008, una veintena de campesinos de las zonas de Paletillas y Zapotillo (sur de la Provincia de Loja, Ecuador) se reunieron para analizar los costos de producción del maíz convencional versus el agroecológico. El taller fue convocado por promotores de proyectos agroecológicos que la Fundación Heifer Ecuador y la Fundación COSV manejaban en la zona. Los resultados dejaron asombrados a más de uno. Pero antes de pasar a las cifras, es necesario analizar la situación general del cultivo en esta región.
Loja es una provincia altamente deforestada, y gran parte de la zona sur, de tierras bajas y climas cálidos, se encuentra en un avanzado proceso de desertificación. El bosque seco, natural de la zona, ha sido reemplazado por monocultivos, principalmente de maíz. La roza y quema y el uso de agrotóxicos van destruyendo la vida del suelo, mientras la maquinaria agrícola a la vez pulveriza y compacta la tierra. Cada año, la erosión va volviendo inútil una mayor cantidad de tierras. Por ello desde hace décadas Loja lidera los índices de emigración. Los lojanos están repartidos por el Ecuador y el mundo, pero en su provincia, una de las mayores del país, apenas quedan unas 500.000 personas.
El limitado régimen de lluvias y la incapacidad del suelo agotado para retener nutrientes y humedad hace que solo se le pueda arrancar una cosecha de maíz al año. El ciclo del maíz dura cuatro meses, y es el único cultivo de importancia comercial en la zona.
La semilla de maíz, que se compra en almacenes agrícolas, pertenece principalmente a la variedad Brasilia 8501, un híbrido, preferido para la elaboración de balanceados en las granjas avícolas en la vecina provincia de El Oro. Aunque la publicidad y los técnicos aseguran producciones promedio de 120 quintales por hectárea, los participantes señalaron que en realidad no se saca más de 100, a veces menos.

 

COSTOS
En este análisis de los costos de producción se trató de incluir todos los costos, hasta la piola usada para cerrar los sacos al final de la cosecha, para tener una visión realista del conjunto. Los costos y ganancias se cualcularon para una hectárea de cultivo:

Como podemos observar, se gastan $275 en abono químico y biocidas, y $200 en su aplicación, sumando la aplicación de agroquímicos $475, o el 46.7% del costo de producción.

Para el análisis de los costos de producción agroecológicos se eligió el maíz Manabí Antiguo, una variedad local muy popular hasta hace unas décadas. Se trata de un maíz duro, de mazorca y granos grandes. Los granos son amarillos, con una pintita roja; ocasionalmente salen mazorcas completamente rojas. El Manabí Antiguo se usa principalmente en la alimentación humana, aunque puede usarse también para balanceado.

Se consideró para este cuadro un cultivo agroecológico de tipo tradicional, apoyado por fríjol zarandaja (Lablab purpureus) y zapallo (Cucurbita moschata o C. maxima), sin aplicación de compost o bioles. La semilla, en el ciclo tradicional de cultivo, proviene de la misma finca, y el trabajo para prepararla está incluido en los costos de desgrane.
Como podemos ver, el costo de producción es menor, invirtiendo apenas el 53% del costo del cultivo convencional.

 

GANANCIAS
Pasemos a las ganancias. En el cultivo convencional, en la fecha en que se realizó este levantamiento de datos, la ganancia promedio era la siguiente:

Las familias participantes necesitan en promedio un mínimo de $300 mensuales para sobrevivir, de modo que necesitan sembrar al menos 20 hectáreas de monocultivo para cubrir sus necesidades mínimas, con el impacto ecológico que eso representa.
Muchos productores tratan de sembrar al menos 50 hectáreas, para lograr una mayor ganancia. No pocos alquilan tierra para poder aumentar la superficie de siembra, a un costo de $100 por hectárea… lo que reduce las ganancias en los terrenos alquilados a $83 por hectárea al año.
En este cálculo se debe considerar la acumulación de deudas que la mayoría de las familias tienen, que absorben una buena cantidad de las ganancias. En un año bueno, se pagan algunas deudas, se invierte en bienes o servicios, y rara vez se logra ahorrar algo. En un mal año, de los que lamentablemente abundan, se incurre en más deudas.
Para iniciar el ciclo de cultivo, muchos acuden a prestamistas locales (ilegales), quienes son la fuente principal de crédito para la compra de insumos. Aunque se espera que esta práctica cambie, en parte gracias a la intervención del estado, la raíz del problema sigue intacta: la inversión en insumos externos es muy alta, y es dinero que fuga de la economía local, al ser invertido en productos industrializados que vienen de fuera.
Frente a estos datos, los productores de la tercera edad que se encontraban presentes en el ejercicio no hacían más que asentir, alguno dijo “así mismo es la vida”. Pero entre los jóvenes había asombro. Muchos no habían realizado nunca este cálculo de producción. Uno de ellos, enojado, expresó; “¡con razón somos pobres, pues!”
A continuación realizamos el cálculo de ganancias para el cultivo agroecológico. Cabe indicar que el maíz Manabí Antiguo produce apenas 66 quintales por hectárea, 34 menos que el Brasilia, argumento que es usado por los técnicos que promueven el uso del modelo agroquímico, y que resulta ser muy cierto. Pero el cuadro de ganancias del sistema agroecológico nos reserva más de una sorpresa:

Aún considerando solamente el maíz, la ganancia es mayor (792 – 541 = 251 dólares más) Pero el maíz tradicionalmente no se siembra solo, siempre va acompañado de una o más leguminosas trepadoras (frijol o zarandaja) y cucúrbitas (sambo o zapallo), aumentando considerablemente la cantidad de alimento producido en el mismo espacio, y con la misma inversión monetaria y de mano de obra. Una vez en el mercado, la venta de zapallos y zarandajas aumenta las ganancias en $400 por hectárea, dando el resultado de $651 por hectárea al año.
Usando este sistema, una familia de la zona necesitaría apenas 5,5 hectáreas para cubrir las mismas necesidades básicas. Y con un sistema que en lugar de degradar el suelo y el ecosistema, los regenera.

Fréjol en Cotopaxi

En septiembre de 2010 se realizó un levantamiento similar de datos, esta vez en el cantón Pangua, en la provincia de Cotopaxi. Participaron productores de las comunidades El Empalme y Pinllo Pata, asociados a un proyecto donde la Red de Guardianes de Semillas y la Fundación Verdeazul brindaron apoyo técnico, gracias al aporte de la asociación española Entrepueblos. El cultivo emblemático en la zona es el frijol, variedad canario local, trepador, que se siembra en monocultivo. Los costos de producción en media hectárea fueron los siguientes:

El periodo de cultivo es de 7 meses, de siembra a cosecha. Los agrotóxicos y su aplicación suman $55, o el 4.5% del costo, gracias al uso de abono de gallina y a la resistencia natural de la variedad campesina utilizada. En este sistema se utilizaron en total 17 jornales, representando la mano de obra el 7% del costo de producción, y generando $85 de ganancia para los trabajadores. Dividido para 28 semanas, esto significa que el sistema genera $3 semanales para la población local, aparte de lo que gana el dueño.
Lo que resulta chocante en este esquema es el gasto en estacas, utilizadas para dar soporte al frijol. En el cultivo ancestral es el maíz el que da soporte al frijol canario, tal como vimos en el caso agroecológico de Loja. Pero la lógica del monocultivo convencional, y su dependencia en insumos, hace que se invierta en deforestar, preparar y colocar unas estacas que en 7 a 10 meses habrán terminado su vida útil. Las estacas representan el 49% del gasto total.

Al no existir en la zona un cultivo agroecológico orientado al frijol, se realizó la comparación con una finca integral agroecológica. La Finca de la señora Rosa Marcalle se ubica en la comunidad Pinllo Pata, y tiene una extensión cultivada de 5.000 m2. Doña Rosa vende directamente en ferias de la zona, donde acude semanalmente. Estos fueron los datos en cuanto a costos semanales de producción:

Como podemos ver, no hay costos de insumos. La preparación de semillas, suelo y abonos se incluye en el rubro Cultivo. En este sistema, la mano de obra representa el 55% del costo, generando $80 de ganancia semanal para la población local, y pagando el doble por jornal que en el caso convencional. Se trata de dinero que se queda en la zona. Los costos de producción son 3 veces mayores que en cultivo convencional.
Veamos ahora las ganancias. El año 2010 fue malo en la venta de frijol en la zona. Los precios del mercado causaron un efecto negativo que lamentablemente es muy común en los emprendimientos productivos latinoamericanos:

Es decir, los productores salieron a pérdida. A ello hay que añadir que no todos los productores consiguieron el promedio de 20 quintales de frijol en media hectárea.

Las ganancias de la finca agroecológica fueron:

Esta pequeña finca agroecológica produce alrededor de $328 mensuales de ganancia final en media hectárea. A ello habría que sumar el ahorro en aquellos alimentos que se usan en autoconsumo. Y Doña Rosa provee a la población local con una alimentación sana y diversa, en lugar de exportar fuera de la zona un solo producto saturado de químicos.

Otros Costos, Otras Ganancias

El error más importante de la economía moderna es que tiene una visión muy limitada de lo que es riqueza. Trabaja con materias primas, productos elaborados y transacciones virtuales, pero no considera muchos de los factores que nos hacen seres humanos, y que hacen de este planeta un lugar apto para la vida. Por ello no podemos decir que sea una economía real. Es claramente, una forma virtual de ver el mundo, y que está poniendo en riesgo nuestra capacidad de supervivencia.

La economía del futuro, la que nos permita sobrevivir en un mundo cambiante y de recursos limitados, tendrá una visión mucho más amplia, crítica y compleja de los costos reales de la producción convencional que ha dominado en las últimas seis décadas. Tomará en cuenta costos como estos:

  • Gastos médicos de la familia debido a efectos de los agrotóxicos en la piel, en el sistema digestivo, en el sistema nervioso, y especialmente en el sistema hormonal.
  • Contaminación de las fuentes de agua, disminuyendo el acceso de la población a agua adecuada para el consumo humano, generando problemas de salud y causando grave afectación al ambiente.
  • Disminución del abastecimiento hídrico, debido a la deforestación y a las malas prácticas de riego.
  • Disminución de la fertilidad del suelo, y destrucción de su estructura, provocando un avance de la desertificación y el abandono de tierras agotadas.
  • Disminución de la biodiversidad y de la biomasa, provocando el colapso de los ecosistemas locales, lo cual afecta finalmente al mismo cultivo y a la calidad de vida de la población.
  • Inversión energética en relación a la energía producida. En el modelo norteamericano, que hoy por hoy el mundo se esfuerza en imitar, se invierte en promedio hasta 5 calorías de energía, provenientes principalmente de derivados del petróleo, para producir una sola caloría de alimentos.

Estos costos los paga hoy en día no solo la familia campesina, sino la sociedad en general. Cuando una tierra es abandonada debido a que las malas prácticas productivas la han dejado inservible, incapaz de sostener la vida, ¿como podemos hablar de rentabilidad económica?
De igual manera, la economía del futuro tomará en cuenta aquellas ganancias de la agroecología que van más allá de lo monetario:

  • Aumento paulatino de la fertilidad del suelo, que permite aumentar la producción, y la diversidad de especies cultivadas, año a año.
  • Aumento en la absorción y retención de agua en el terreno, mejorando la capacidad productiva y la recarga de los acuíferos en la zona. El agua además sale limpia del sistema productivo, lista para otros usos.
  • Reducción en gastos de salud para la familia.
  • Aumento de la biodiversidad y la biomasa. Control autónomo de plagas y enfermedades vegetales.
  • Generación de fuentes de empleo.
  • Fortalecimiento de la economía local, gracias a un intrincado conjunto de transacciones locales generadas a partir de la comercialización directa.
  • Mejora general en la calidad de vida.

¿Es rentable la producción agroecológica? Aunque los datos aquí presentados necesitan ser complementados con estudios similares, desde ya nos indican algo importante. La agroecología no solamente puede ser rentable de acuerdo a los cánones actuales, sino que además genera una forma mucho más completa de rentabilidad: la sostenibilidad a largo plazo, y el mejoramiento de las condiciones de vida, para todos los seres que habitan la Tierra.

Fuentes

  • Investigación de campo: Rogelio Simbaña, Javier Carrera y campesinos de las zonas estudiadas.

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La Vida nace en la Semilla

La Vida nace en la Semilla
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Ecuador

Hay muchos debates en el mundo hoy en día. Tantos, que a veces los más esenciales pasan casi desapercibidos. El que se da en torno a la semilla, por ejemplo. ¿Qué mismo es la semilla? ¿A quién pertenece? ¿Quién debe controlarla? ¿Qué significa calidad en la semilla?
Son temas esenciales. ¿Por qué? Pues porque de la semilla proviene algo esencial para nuestra vida: el alimento. Además de medicinas, fibras naturales, materiales de construcción, entre otros recursos necesarios. Sin semillas, no podemos sobrevivir.
El tema de la semilla es muy amplio. Empecemos por lo más básico:

¿Qué es la semilla?

La semilla es aquello que sirve para multiplicar la vida. Esa es su función esencial, su razón de ser.
Según los botánicos solo las semillas sexuales de las plantas deben ser llamadas así. Pero la definición ancestral es mucho más amplia: son semillas por ejemplo el trozo de rama de yuca que sirve para reproducir asexualmente dicha planta, o el animal seleccionado para ser reproductor. Todo aquello que reproduce la vida, merece ser llamado semilla.
Las semillas cultivadas son de muchos tipos diferentes. Han sido domesticadas miles de especies vegetales en el mundo, cada una con decenas a cientos de variedades distintas. ¿Cómo fue que se llegó a esta increíble diversidad? Quizá un ejemplo nos ayude a comprenderlo mejor.

La selección ancestral

Hace unos 4500 años llegó a los andes una nueva planta, procedente de México. Era un maíz muy primitivo: una mazorca de canguil (maíz reventón, canchita) que no llegaba a los 10 centímetros de largo, con apenas cuatro hileras de granos. Los agricultores de la costa andina le cogieron cariño y empezaron a cultivarlo.

De vez en cuando en la chacra de maíz aparecían plantas con mazorcas un poco más grandes. Esta mutación agradó a los agricultores, que inmediatamente empezaron a promoverla, guardando grano solo de aquellas plantas que presentaban esta característica y sembrándolo aparte. Gracias a esta práctica, con el tiempo, mazorcas cada vez más grandes hicieron su aparición. Aquellos agricultores que comprendían mejor a las plantas, y gustaban de las semillas, trabajaron con paciencia a lo largo de generaciones; seleccionando cuidadosamente cada año, mezclando distintas variedades para ver qué sucedía, descartando lo que no valía y volviendo a sembrar con la esperanza de conseguir algo especial, algo nuevo. Nuevas mutaciones surgían, y aquellas que parecían útiles eran promovidas. Así fueron surgiendo distintos tipos de maíz, y así fue como se logró aumentar el número de hileras, el tamaño de la mazorca, y el tamaño de los granos.
Comerciantes, parientes y amigos fueron llevando estas variedades de maíz hacia los valles interiores, y luego hacia las montañas y el callejón interandino. En cada pequeño valle, los hombres y mujeres que amaban trabajar con las semillas fueron adaptando el maíz a las características de su zona, siguiendo diferentes criterios de selección, propios de cada persona y lugar.
Así viajó el maíz, de mano en mano, desde México a los Andes, de la costa a la montaña; de regreso a México y de México a Norteamérica. Cuando los europeos llegaron a las Américas, el maíz que encontraron era el grano más versátil y productivo creado por la humanidad, con varios miles de variedades de formas, colores, durezas, resistencias, adaptaciones, sabores, colores y tamaños.
Esta labor requirió del aporte de miles de guardianes y guardianas de semillas, a lo largo de cientos de años. Cada una de estas personas fue imprimiendo su huella en la riqueza genética del maíz, y es eso lo que hizo tan versátil y poderosa a esta planta.

Fue este mismo proceso de paciente selección el que creó, en distintos puntos del planeta, a todas las plantas de cultivo que hemos heredado. Millones de guardianes de semillas, trabajando a lo largo de miles de años, crearon la diversidad de alimentos que hoy consumimos. La ciencia moderna no ha podido domesticar ni una sola nueva especie para la canasta mundial.
Detente ahora por un momento y piensa en un cultivo cualquiera, alguna hortaliza, grano, raíz o fruta que te guste mucho, y trata de imaginar las generaciones de manos, de rostros, de vidas humanas que trabajaron para que ese alimento llegue así a ti.

Uniformidad y diversidad

En la naturaleza, las plantas tienen una elevada diversidad genética. Esto es como tener, cada planta, una enorme biblioteca donde están escritas muchas posibilidades para las generaciones siguientes. Así, cuando una planta da semillas, cada una de sus hijas será muy diferente de las otras. Esto es una parte esencial de la evolución: las condiciones alrededor cambian continuamente, y a los seres vivos nos conviene ser muy diversos y presentar muchas respuestas diferentes a estas condiciones cambiantes. Las poblaciones que no son diversas genéticamente pierden capacidad de adaptación, y acaban desapareciendo.
Pero cuando queremos cultivar y consumir un producto alimenticio, esta gran diversidad puede dificultarnos la tarea. Una muy elevada diversidad genética puede significar que al sembrar no estemos seguros de lo que cosecharemos. Por ello, un aspecto fundamental de la selección ha sido llegar a un compromiso con la especie vegetal, donde ella renuncia a parte de la diversidad genética que la hace resistente para poder darnos con fidelidad el producto que esperamos. A cambio, nosotros le ayudamos a propagarse, y le protegemos de las cosas malas que pueden pasarle por haber disminuido su capacidad de auto protegerse. La selección para el cultivo es siempre un proceso de uniformización genética. 

El conflicto viene cuando uniformizamos en exceso. Esto lo comprendieron hace mucho tiempo quienes trabajaban con las semillas. Se puede ir transformando la planta para que se parezca cada vez más a un ideal humano, por ejemplo forma, tamaño o productividad, pero mientras más uniforme sea la planta, mientras más cerca este de ese ideal, más débil se volverá. El final de ese camino es la muerte del cultivo, al no poder evolucionar y adaptarse al medio.
Por esta razón, la selección ancestral campesina favoreció una danza, un vals entre la uniformidad y la diversidad. Primero uniformizo, llevando el cultivo hacia mi visión. Después diversifico, permitiendo o provocando cruzamientos que le darán más fuerza y resistencia al cultivo. Después debo seleccionar nuevamente, uniformizando de acuerdo a mi ideal; y luego nuevamente diversificar. Esta semilla, a la que llamaremos semilla campesina o tradicional, nunca es muy uniforme genéticamente. Gracias a este proceso, el cultivo adquiere continuamente la diversidad genética necesaria, y evoluciona sin problemas, con niveles de producción adecuados en relación a su entorno. Se trata de una danza eterna, que jamás debe detenerse.

La selección en laboratorio

Desde los inicios de la agricultura hasta la década de 1960 millones de campesinos en el mundo participaban en esta selección, mejoramiento y diversificación de semillas, sin descanso, cada año. Gracias a ello la humanidad contaba con una enorme selección de semillas robustas, muy productivas, y de gran calidad nutricional, adaptadas al medio. Y fuer así hasta que apareció la semilla ligada al paquete tecnológico de la agricultura industrial, y en pocos años la mayoría del campesinado dejó de seleccionar sus semillas. Así de simple. Repentinamente ese proceso milenario y tan necesario, se detuvo. Frenó a raya.
Y en los 50 años siguientes, hemos perdido el 70% de las variedades de semillas que heredamos de nuestros ancestros.

Para poder expandir el paquete tecnológico de la revolución verde, las empresas crearon nuevas semillas adaptadas a los agroquímicos, usando un proceso parecido al de la selección ancestral campesina. Pero con diferencias muy importantes: en lugar de ocurrir en condiciones reales de campo, la selección moderna se realiza en laboratorios y campos de prueba con condiciones artificiales, controladas, “ideales”. En lugar de responder a los gustos y necesidades de una población diversa, esta selección responde a las necesidades de la industria. Y en lugar de ser seleccionada por millones de campesinos que la cultivarán, esta semilla es seleccionada por un puñado de técnicos que jamás la sembrarán para subsistir.
El resultado de esta nueva forma de selección es la semilla industrial, y sus defectos saltan a la vista. Aunque en condiciones artificiales puede ser más productiva por un tiempo, es muy uniforme, y por lo tanto débil en condiciones reales de campo. Es incapaz de evolucionar adecuadamente y adaptarse a las cambiantes condiciones ambientales. Su productividad baja rápidamente, en pocos años. Los productos que de ella emergen han sido diseñados para soportar maltrato durante la cosecha, manejo y transporte, y aparentar estar en buen estado cuando llegan a la estantería del supermercado. Son todos muy vistosos y grandes, de piel brillante, pues estas son características que le interesan a la industria. Pero en cambio suelen ser desabridos, duros y muy inferiores en calidad nutricional. No responden a la cultura, gustos y necesidades de la población a nivel local, ni tampoco a las condiciones ambientales de cada lugar.
Estas nuevas semillas se suelen publicitar como milagros de la técnica moderna. Pero en realidad, la mayoría pudieron haber sido creadas en el pasado por los campesinos, pues las técnicas básicas son similares; si aquellos no lo hicieron, fue por evadir la trampa de la excesiva uniformización. Esa es la sabiduría que la técnica moderna ignora, llevando las semillas industriales hacia extremos de uniformidad genética que la hacen verdaderamente insostenible. Se trata de una semilla que solo puede subsistir gracias al soporte de la industria agroquímica, y que aún con toda esa ayuda es productiva solo por unos pocos años, debiendo ser reemplazada continuamente con nuevas variedades de laboratorio que el productor se ve obligado a comprar. A la industria esta falta de capacidad vital no le molesta: al contrario, representa mayores volúmenes de ventas, y más dependencia por parte de los agricultores.

¿Qué son los híbridos?

Cuando hablamos de híbridos, generalmente nos referimos a la hibridación artificial realizada por los centros de investigación y la industria. Esa es la semilla híbrida que compramos en los almacenes agrícolas.
Pero existe también una hibridación natural. Para comprenderla, debemos primero recordar lo que son especies y variedades: una especie está compuesta por individuos que se pueden cruzar y producir descendencia fértil. Los perros se pueden cruzar, por ejemplo, sin importar sus diferencias en color o forma, y por tanto todos los perros pertenecen a la misma especie. Las diferencias en forma, color o tamaño dentro de la especie definen a las razas (en el caso de los animales) y las variedades (en el caso de los vegetales).
Cuando dos razas o variedades distintas se cruzan, se produce la hibridación. Mientras más distintas sean entre sí estas variedades, más fuerte será la hibridación, y más robusto será el individuo resultante, al que los científicos llaman F1, o primera filial. En la siguiente generación, la F2, aparecerán rasgos de los padres y abuelos del híbrido. En la hibridación natural esto no es un problema, pues los padres y abuelos eran individuos fuertes; pero en la hibridación industrial, los padres y abuelos eran individuos extremadamente uniformes y débiles, y por eso la generación F2 no sirve para la producción. Es decir, de nada sirve tratar de salvar semilla de híbridos industriales.
Los F1 industriales tampoco duran mucho en el mercado. Al provenir de padres muy uniformes son débiles, y no pasa mucho tiempo antes de que plagas y enfermedades aprenden a atacarlos sin que se puedan defender. Al cabo de pocos años, ya no son viables productivamente.
La ventaja para la industria es enorme. Los híbridos se venden más caros, y generan una dependencia total, pues no sirve de nada guardar su semilla. Y son incapaces de subsistir sin agroquímicos, por lo que aseguran la comercialización de los mismos.

¿Y los transgénicos?

Los organismos genéticamente modificados, o transgénicos, merecen su propio artículo. En corto podemos decir que son organismos que han sido creados mediante la intrusión de material genético de una especie distinta. Un ejemplo real es el maíz BT: en él se han introducido genes de la bacteria Bacilus turingensis, capaz de matar a insectos. El maíz BT se ha vuelto así una planta insecticida.
Este tipo de cruza nunca se pudo dar en la naturaleza ni con los medios tradicionales de reproducción. Es el resultado de la moderna ingeniería genética, rama de la ciencia que está curiosamente desactualizada. Efectivamente, pues su base científica es el Determinismo Genético, doctrina que sostiene que cada rasgo en el organismo es determinado por un gen, y cada gen determina solamente un rasgo; así, construir genes debería ser algo tan sencillo como jugar con bloquecitos de lego. ¿Quiere que su hijo tenga ojos azules? ¡Pues introducimos en el embrión un gen de ojos azules, y ya está!
Pero desde hace ya varias décadas ha sido demostrado que esta idea es errónea, y que la realidad es mucho más compleja: varios genes participan en determinar cada rasgo, y cada gen suele participar en la determinación de distintos rasgos. Resulta imposible definir o prever los alcances de la manipulación genética. No existen pruebas científicas de que los transgénicos no representen un peligro a largo plazo para la humanidad, porque no puede haberlas; y por el contrario, con el pasar de los años se han ido acumulando pruebas del daño que hacen a la salud y al ambiente. Sin contar con las afectaciones sociales, económicas y legales que han causado. Por ello, cada vez más personas se oponen a su cultivo y evitan consumirlos.

Semillas y propiedad intelectual

Hoy en día un puñado de empresas dominan el mercado de las semillas: Monsanto, DuPont, Syngenta, Limagrain, Bayer. ¿Dónde hemos visto estos nombres? Efectivamente, en los productos agroquímicos, y en la industria farmacéutica. Es un círculo cerrado de intereses conexos. Para estas empresas las semillas representan un porcentaje pequeño de sus negocios; la mayor parte de su dinero proviene de la venta de los químicos. Y desean que todas las semillas que se venden en el mundo necesiten de los químicos, para así poder vender más.
Esta tendencia se ha ido reforzando con el paso del tiempo, a medida que las semillas han ido pasando del dominio público al privado. Durante la primera etapa de la agricultura industrial, los institutos de investigación semi autónomos (INIAP, INIA, ICA) tuvieron un rol muy importante en crear nuevas variedades industriales en cada país, facilitando así con apoyo estatal la expansión de la industria química privada de Norteamérica y Europa. En 1978 se realizó una reunión con representantes de estos institutos provenientes de muchos países, en un afán por establecer mecanismos de control en la línea de los derechos de propiedad intelectual (patentes) que se otorgan a los inventos como máquinas o equipos, para ayudar a los llamados “fitomejoradores” a auto financiarse. Aunque hubo en la época oposición basada en el principio de que las semillas son creación de la vida, y no invenciones humanas como las máquinas, se adoptó finalmente la idea de que las semillas podían ser objeto de patente en la medida en que el obtentor demostrase que su “creación” difería de manera evidente de la semilla tradicional. Se definió claramente que estos derechos no se aplicaban a la semilla campesina, que seguía perteneciendo a la humanidad. Todo esto fue expresado en el convenio denominado UPOV 78.
Pero en 1991 una nueva reunión, esta vez con representantes e influencia del sector industrial, cambió las reglas, abriendo la posibilidad de que cualquier semilla sea patentada. Un obtentor puede comprar una semilla campesina en un mercado de pueblo, y luego patentarla como invención suya, tal como sucedió con fréjoles mejicanos patentados por un obtentor estadounidense. Es más, el UPOV 91 define que los genes dentro de la semilla pueden ser patentados, de manera que cualquier semilla que a futuro contenga el gen patentado (por ejemplo porque una abeja cruzó tus plantas con las plantas del vecino) deberá pagar derechos al dueño de la patente, aunque la semilla en si sea diferente. Con estas reglas absurdas la gran industria ha empezado una estrategia de apropiación total de la semilla, a nivel global.
Un aspecto muy peligroso del UPOV 91 está en la obligación de los países firmantes de crear un sistema de registro nacional de semillas. Con el pretexto de “asegurar la calidad”, este sistema obliga a los productores de semilla a registrar sus variedades, con un costo elevado, en un Catálogo Nacional. Sólo las semillas registradas en este catálogo pueden ser comercializadas, intercambiadas y en general circular en el país. Para ingresar en el catálogo, las semillas deben cumplir con tres condiciones: tienen que ser Distintivas, Uniformes y Estables. Características que solo pueden tener las semillas industriales, pues las semillas naturales y las tradicionales son por el contrario Diversas, Inestables, Adaptables, y por tanto resilientes, sostenibles, asequibles.
Países como Francia y Colombia ya aplican estas reglas, confiscando semilla, destruyendo colecciones privadas y encarcelando a productores de semillas “no autorizadas”, es decir, de semillas tradicionales, campesinas, diversas genéticamente… toda semilla que no sea controlada por la industria se vuelve ilegal y sus guardianes, criminales. 

¿A quién pertenece la semilla?

Frente a esta extrema situación, muchos movimientos han surgido en el mundo para defender a la semilla, uniéndose a la declaración del movimiento Vía Campesina: la semilla es patrimonio de la humanidad, al servicio de los pueblos.

Es decir, la semilla es un bien común, pertenece a toda la sociedad, no debe ser privatizada. Es el fruto del trabajo intelectual y práctico de millones de personas, a lo largo de generaciones, no de un puñado de técnicos. Y su base es el mecanismo evolutivo creado por la Naturaleza, que no puede ser patentado para beneficio de un sector minoritario de científicos y empresarios.
De la semilla depende nuestro futuro, por eso debemos protegerla. No se pueden aplicar los criterios de “calidad” que maneja la industria a toda la semilla, pues representan solo sus intereses y ello nos llevaría a perder la diversidad que la semilla necesita para sobrevivir, y que la humanidad necesita para construir su futuro. La semilla es un bien común, como el agua o el aire. Su diversidad no solo es genética, también es cultural: en ella se guardan secretos gastronómicos, de salud, religiosos, identitarios de los pueblos. Y es esencial para crear las nuevas variedades vegetales capaces de sobrevivir al cambio climático.
La semilla es demasiado importante para abandonarla a manos de unos pocos técnicos, que ni siquiera dependerán de ella para vivir; debe ser sembrada y seleccionada nuevamente, año a año, por millones de manos en el mundo.
Esta lucha está siendo llevada por organizaciones campesinas, grupos de consumidores, y redes de guardianes, curadores, preservadores y custodios de semillas. En cada país del mundo han surgido iniciativas autónomas, de ciudadanos y ciudadanas que se preocupan por el futuro alimentario de la humanidad, un futuro en riesgo si la semilla deja de ser libre. Un futuro que podemos salvar si sostenemos con todas nuestras manos a las semillas.

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