Para la mayoría de productores de palmito, este cultivo ha dejado de ser rentable por la caída de los precios de exportación, la competencia con otros países productores (Bolivia o Perú), los altos costos que implica una economía dolarizada, la falta de incentivos oficiales y procedimientos normalizados para la producción de palmito, y el hecho de que el palmito no haya pegado en el mercado nacional. Con altos gastos en salarios e insumos (mínimo un 60%, según calculan algunos productores), los costos de producción no dan porque el precio actual por tallo promedia los 22 centavos. De hecho, algunos palmitocultores consultados aseveran que el negocio apenas se sostiene y que el hectareaje de palmito en el país ha disminuido hasta en un 50%.
De acuerdo a un diagnóstico comercial desarrollado por el Ministerio de Agricultura a partir de información del Banco Central, desde 2015 los volúmenes exportados han caído de forma leve aunque sostenida (de 30 mil 700 toneladas métricas en 2015 a 27 mil 800 en 2019) y de modo más considerable ha declinado el valor de exportación. Los datos de las Encuestas de Superficie y Producción Agrícola y Pecuaria Continua del INEC parecen corroborar también la aparente disminución en extensión de la palmitocultura en el país, pese a que solo reportan cifras de cultivo de palmito desde 2015. A ese año se reporta la existencia de 11 mil hectáreas de palmito cultivado, mientras que en 2018 la cifra bajó a 6.300 y en 2019 a 5.200 hectáreas. Incluso asumiendo un margen de error en la recolección de datos de la citada encuesta, la disminución parece ser consistente.
Dada la situación económica precaria, en muchas fincas han optado por ahorrar en insumos. En las fincas donde trabajan los Ramírez o los Vélez no han fumigado en varios meses. No fumigar implica más trabajo manual porque el control de las hierbas se hace a machete. Ricardo Salvador, gerente financiero de Ecuaconservas, una empacadora pequeña donde trabajan 80 personas, asegura que el palmito no es mal negocio, que el problema es que los productores suelen hacer un manejo inadecuado, técnicamente hablando, en cuanto a fertilización y control de hierbas y plagas, lo que disminuye la productividad de los cultivos. Un palmito motoso, corrobora Ángel Napa, 15 años en palmito, no produce porque los hijos del palmito no desarrollan. Además, en un palmito mal trabajado, según los estándares de Salvador, los jornaleros gastan más tiempo buscando tallos que cosechando.
Por otro lado, los agroquímicos, aunque ahorran trabajo, tienen impactos ambientales y en la salud de los trabajadores. Según el estudio de Kaymanta citado previamente, hasta 2012 se usaba principalmente urea o abono de gallina para fertilizar, glifosato para controlar las hierbas y palmarol, basudín y cipermetrina contra las plagas. Por fumigar un trabajador gana normalmente 17-20 dólares por tanque (un tanque alcanza más o menos para una hectárea), lo que toma entre cuatro y cinco horas.
Salvo excepciones, la fumigación se ha hecho siempre sin utilizar mascarillas ni vestimenta adecuada, contrariando lo que indican varios cuerpos legales ambientales, laborales y de salud, e incluso las instrucciones de uso de los productos mencionados. Los plaguicidas utilizados están calificados como moderadamente tóxicos para la gente –y el palmarol como muy tóxico para la vida acuática, por lo que actualmente casi no se utiliza. Mientras, el glifosato, ampliamente utilizado en este y otro tipo de cultivos, se ha identificado como carcinógeno de comprobada toxicidad.
El problema no es solo el uso de insumos agroquímicos. Sucede que en la mayoría de plantaciones de palmito en la zona, las filas de palmito llegan hasta el borde mismo de quebradas, esteros e incluso ríos mayores, cuando el Texto Unificado de Legislación Ambiental, reglamento vigente desde 2003, prohíbe la aplicación de agroquímicos en franjas de 50 m de un cuerpo de agua. Adicionalmente, Mashpi, Pachijal y Guayabillas forman parte de dos áreas de conservación y uso sustentable declaradas entre 2011 y 2013 por el Municipio de Quito. En consecuencia, existe una ordenanza municipal que establece franjas de protección de cuerpos de agua de 15 a 50 m, en las cuales no debe removerse la vegetación natural.
El establecimiento de estas áreas de conservación contó con la anuencia de un número importante de pobladores de la zona. No obstante, los palmitocultores encuentran en ello una gran contradicción. Lo suyo es la producción agrícola y, como expresaron varios productores, no es posible producir palmito de forma orgánica, a menos que se pueda contratar cinco veces más trabajadores de los que tienen, debido a que la carga de trabajo solamente manual es alta. Según sus cálculos, a machete un trabajador logra manejar apenas unas 5 hectáreas, mientras que fumigando pueden trabajar entre 8 y 10 hectáreas.
Aun así, cuando se diseñaban los planes de manejo ambiental para estas áreas de conservación, el sector palmitocultor se mostró abierto al diálogo, según Daniela Balarezo, responsable de la unidad de áreas protegidas y biodiversidad de la Secretaría de Ambiente hasta febrero de 2015. Pese a que los planes de manejo citados incluían recomendaciones ambientales para las áreas, incluidos los cultivos de palmito, los funcionarios actuales de dicha secretaría, que es la entidad encargada del manejo de las áreas municipales de conservación, no conocen de la existencia del estudio de Kaymanta, como informaron Orfa Rodríguez y Gustavo Mosquera. Ambos admitieron, además, que la secretaría no ha trabajado de modo alguno con los palmitocultores.
Ponce recuerda que se le cayó la producción cuando trató de hacer palmito orgánico para abrirse hacia un mejor mercado, y que tampoco encontró quien pague más por ello. Existen experiencias que parecen contradecir estas aseveraciones. En casi 400 hectáreas de palmito, los trabajadores de Santiago Pérez, en una zona cercana conocida como San Pancracio, aplican únicamente insumos de origen orgánico y hacen chapeo manual cada tres meses.
A criterio de Milton Zambrano, administrador de la finca, los mejores precios que obtienen de Inaexpo —la cual exporta su palmito orgánico certificado a Francia, Canadá y Estados Unidos— es lo que permite una producción a contracorriente de lo que cree el sector palmitocultor. Por tallo cortado, están recibiendo 37 centavos. Si bien reconoce que el manejo orgánico puede disminuir el rendimiento de la finca, enfatiza que las prácticas orgánicas rigurosas –para las que invirtieron inicialmente casi 8 años de trabajo constante– les permite sostener un mercado específico dispuesto a pagar mejor por su producto.
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